El complicado proceso de la curación: tomarse el tiempo.
- Adrianne Allen
- Jun 25
- 7 min read
Muchos de nosotros hemos interiorizado el mensaje de que simplemente no debemos permitir que las dificultades nos afecten. Que debemos seguir adelante lo más rápido posible y nunca mirar atrás. «¡Levántate por ti mismo!», «¡No dejes que eso te derrote!», «¡Perdona y olvida!». El problema es que nada de eso es útil. Ni saludable. Tal vez ni siquiera sea posible. Solo sirve para aumentar la carga de agobio y culpa en personas que ya están heridas y necesitan ayuda.
Cuando las heridas provienen de la iglesia o de una organización ministerial que se suponía ser segura y confiable, volver a integrarse en otra comunidad espiritual puede parecer imposible, incluso para quienes tienen firmes convicciones al respecto. Queremos estar en comunidad, pero no nos sentimos seguros. Reconocemos su valor, pero no logramos dar el siguiente paso. Hemos sido heridos de una forma que ni siquiera sabemos cómo explicar; por tanto, tampoco sabemos cómo otros podrían entendernos. Necesitamos tiempo y espacio para respirar, reflexionar, orar, detenernos, comprender, procesar y comenzar a sanar antes de poder siquiera pensar en avanzar. A menudo, este proceso toma mucho más tiempo del que esperábamos y requiere un nivel de paciencia con nosotros mismos al que no estamos acostumbrados. Nos sentimos como si estuviéramos perdiendo el tiempo. Pero el tiempo que pasamos con los oídos y el corazón abiertos a los pies de Dios nunca es tiempo perdido.
Mi esposo y yo siempre fuimos miembros muy activos y comprometidos en las iglesias a las que asistimos. Valoramos profundamente la participación en una comunidad espiritual y hemos visto los beneficios que esto trae a nuestra vida y a nuestra fe.
Aun así, los años de abuso espiritual en la organización cristiana para la que trabajábamos, seguidos de más años bajo el liderazgo de un pastor espiritualmente abusivo y su esposa, nos pasaron factura. Nos dejaron rotos y exhaustos. Mientras atravesábamos esas situaciones, no éramos plenamente conscientes de que se trataba de abuso. Solo sabíamos que algo estaba mal y que los cristianos no deberían comportarse de esa manera. A pesar de nuestros mayores esfuerzos por entender y denunciar lo que ocurría, nada cambiaba. Cuando finalmente nos fuimos, nos dijeron que simplemente siguiéramos adelante, que lo superáramos y nos enfocáramos en lo positivo. Nadie intentó abordar el daño causado ni cuidar de los que habían resultado heridos.
Habíamos invertido tanto de nosotros mismos en tratar de mejorar esas situaciones abusivas que, al final, ya no teníamos nada más que ofrecer. Estábamos más agotados que nunca. Recuerdo haber pensado en Frodo al final de El Señor de los Anillos, de Tolkien, cuando se da cuenta de que no puede permanecer en la Comarca, a pesar de todo lo que hizo para salvarla y de lo mucho que la ama. La Comarca estaba a salvo y él se alegraba, pero su dolor era demasiado profundo como para quedarse y prosperar allí. Así que toma la decisión de dejar lo conocido y emprender un camino distinto. Al final, nosotros hicimos lo mismo: dejar la iglesia que habíamos amado y entrar en un tiempo de sanidad.
Excepto que, rápidamente, nos dimos cuenta de que no teníamos idea de cómo sanar.
Teníamos la intención de encontrar otra iglesia de inmediato, pero no estábamos ni remotamente preparados para embarcarnos en la búsqueda y el compromiso con otra congregación.
Sabíamos que necesitábamos tiempo para procesar lo sucedido, pero no sabíamos cómo hacerlo. Necesitábamos un guía en ese camino. ¿Pero quién? Ya no contábamos con una comunidad espiritual.
Nos preocupaba que, si hablábamos de esto con otros, lo minimizaran como si estuviéramos exagerando o, peor aún, nos avergonzaran por seguir heridos. Tristemente, ambos ya habíamos vivido experiencias así años atrás, cuando compartimos parte de nuestras historias con algunas personas de confianza. Por eso, ahora dudábamos aún más en pedir ayuda, aunque hubiéramos sabido a quién recurrir, lo cual no era el caso.
Otro obstáculo era que todavía no teníamos el lenguaje para explicar nuestras experiencias, ni la comprensión de por qué nos habían afectado tan profundamente. No fue sino hasta varios meses después que escuchamos por primera vez el término «abuso espiritual» y comprendimos que describía exactamente lo que habíamos vivido.
Eso fue lo que Dios utilizó para dar inicio real a su obra de sanidad en nosotros.
Dios nos dio el conocimiento y la comprensión que necesitábamos, en el momento preciso en que estábamos listos para recibirlo y soportarlo. Solo después de haber estado alejados de nuestros líderes abusivos y de nuestra iglesia el tiempo suficiente como para dejar de estar en modo de supervivencia. Incluso lo hizo de una forma que no nos ponía en riesgo de sufrir más daño por parte de otros. Encontramos entrevistas, podcasts, artículos, libros y blogs que abordaban distintos aspectos del abuso espiritual. Fue un momento surrealista: era como si alguien nos hubiera quitado unas anteojeras que ni siquiera sabíamos que llevábamos puestas. Por fin pudimos comprender lo que había sucedido en nuestra iglesia y en la organización, y por qué nos había herido tanto. Ese conocimiento fue, a la vez, doloroso y liberador. Admitir que alguien fue capaz de controlarte, dominarte, usarte o herirte, y que tú no lo viste... y no solo una vez... te deja en una profunda vulnerabilidad. Y no es algo que se pueda forzar.
Fue impactante ver cómo Dios escuchó el dolor de nuestro corazón y respondió, incluso después de que habíamos dejado de pedirle que arreglara las cosas. Movió a personas fieles, a kilómetros de distancia, para hacer videos, escribir libros y blogs, y fundar ministerios que arrojaran luz sobre nuestro tipo específico de quebranto. Y luego los puso delante de nosotros justo en el momento en que podíamos recibirlos.
Otra muestra de la gracia de Dios fue permitirnos reflexionar con honestidad sobre nuestras propias creencias y errores. Reconocimos que habíamos tenido una visión muy rígida y arrogante respecto a la membresía en la iglesia, lo que nos llevó a permanecer allí mucho más tiempo del que era sano. Esa perspectiva incrementó enormemente nuestros sentimientos de fracaso, culpa y vergüenza cuando finalmente nos fuimos. También nos sentíamos obligados a quedarnos y ser parte del cambio que queríamos ver, aunque era evidente que nuestros esfuerzos eran infructuosos. Creíamos que era correcto permanecer, mostrar gracia y defender a nuestros líderes, incluso cuando actuaban de forma inapropiada, olvidando que la Biblia exige a los líderes un estándar de conducta más alto, no más bajo. Aunque seguimos creyendo en el valor de los compromisos, de influir para bien y de mostrar gracia, ahora vemos que nuestra entrega desbalanceada a estos principios nos llevó a aceptar un trato abusivo.
Hablamos mucho sobre el pasado y sobre lo que deseábamos para el futuro. Conversamos acerca de lo que era importante para nosotros en una comunidad de fe y sobre nuestras convicciones doctrinales. Reflexionamos sobre el trabajo interior que necesitábamos hacer respecto a quienes nos habían dañado, y los límites que debíamos establecer en el futuro. También reconocimos nuestras propias fallas, los ajustes necesarios y dónde debíamos pedir perdón. Nos comprometimos con Dios y con algunos creyentes cercanos. Compartimos cenas con amigos creyentes. Estudiamos la Biblia y leímos libros juntos.
Investigamos a fondo posibles iglesias en nuestra área. Estudiamos sus declaraciones de fe, estatutos, estructuras de liderazgo, programas, ministerios, sermones y reseñas. Incluso veíamos sus servicios en línea como preparación. Cada paso fue arduo, y ninguno fue rápido ni sencillo. Pero el tiempo y el esfuerzo invertidos valieron la pena.
A pesar de toda la investigación y trabajo emocional realizado, y aunque anhelábamos el apoyo de una comunidad espiritual confiable, nos tomó mucho más tiempo del esperado estar listos para dar el siguiente paso de asistir a una iglesia. Pensar en volver a un ambiente similar al que nos había herido, sabiendo el tiempo, esfuerzo, energía, confianza y vulnerabilidad que requeriría establecer las relaciones profundas que buscábamos, nos seguía pareciendo una tarea imposible. Como si nunca fuésemos a estar realmente preparados.
No planeábamos estar tanto tiempo fuera de la iglesia, pero comenzábamos a entender que era necesario y tenía un propósito. Seguíamos queriendo regresar, pero sabíamos que tomaría tiempo. Tiempo para que los nudos en el estómago se soltaran. Tiempo para que desapareciera la opresión en el pecho. Tiempo lejos de personas cuyo estado de ánimo habíamos aprendido a monitorear como mecanismo de seguridad. Tiempo para permitir que nuestras propias emociones emergieran y fueran reconocidas. Tiempo para reunir el valor de hablar con Dios sobre todo lo que había ocurrido, expresar nuestro enojo por lo que permitió y cuestionar cómo, desde la teología, podía ser así. Tiempo para estar en silencio y dejarlo responder. Tiempo para volcar nuestras palabras en papel y compartirlas una y otra vez entre nosotros. Tiempo para que las heridas profundas afloraran y pudieran ser tratadas. Tiempo para empezar a creer que nada de esto fue culpa nuestra, ni era nuestra responsabilidad arreglarlo. Tiempo para reconocer las pérdidas y llorarlas. Tiempo para construir confianza con algunas personas y compartir fragmentos de nuestras historias. Tiempo para recibir su compasión. Tiempo para aprender a llevar las palabras «superviviente de abuso espiritual». Tiempo para empezar realmente a sanar. Finalmente, habíamos aprendido a no presionarnos a avanzar más rápido de lo que Dios caminaba a nuestro lado.
Finalmente lo logramos. Con las manos temblorosas. Sudando frío. Respirando hondo. Orando en el estacionamiento. Fue difícil. Muy difícil. Pero también fue bueno. Sentíamos que Dios nos guiaba a dar ese paso y, aunque costara tanto, descubrimos que estábamos listos para seguirlo allí. Y aunque el proceso de reintegración tuvo sus vueltas y momentos incómodos, Dios estuvo presente en cada uno de ellos.
A medida que avanzábamos en esta parte del camino, comprendíamos cada vez más que Dios nunca esperó que nos levantáramos por nuestra cuenta o que simplemente «lo superáramos». No pretendía que nos sanáramos a nosotros mismos ni que nos apuráramos a volver a comprometernos para demostrar fidelidad. No estaba decepcionado de nosotros por comportarnos como personas heridas. Lo que deseaba era que nos sentáramos con Él y le permitiéramos obrar en nosotros su sanación. Nuestra tarea era quedarnos quietos el tiempo suficiente para que las heridas que Él vendaba comenzaran a cerrar. Nos enseñó que verdaderamente es el Buen Pastor del Salmo 23, que nos hace descansar en verdes pastos, nos conduce junto a aguas tranquilas y restaura nuestras almas. Él estuvo con nosotros en los valles oscuros y ahora nos brindaba descanso y consuelo. No tenía prisa, y nosotros tampoco debíamos tenerla.
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